Lágrimas negras vuelan hacia el atardecer
Granada
guarda un embrujo en el aire. Cuando el viajero camina por sus calles
lo siente, lo huele, lo escucha. No se sabe qué es, no es sonido, no
es color, no es olor: es una sensación, un susurro tal vez. Un
secreto. Los árboles lo murmuran,
palpita en las piedras y la tierra. El
aire lo sisea en el oído. Se intuye en el tono frigio del punteo de
la guitarra. Es un coro
que late, cantando
en un antiguo idioma sin palabras.
Los
gatos, dueños de la ciudad, entienden esa canción. Observan desde
los tejados, maúllan desde los callejones y pasean por la Alhambra,
entre
los espíritus del pasado. En su mirada guardan el recuerdo de la
historia, porque fueron
testigos de todo lo que aconteció.
O
casi todo.
La
noche del uno de enero de 1492, Abū
cAbd
Allāh Muḥammad (también conocido como
Muhammad XI, aunque la historia lo recordó como Boabdil el
Chico), miraba Granada desde la Torre de la Vela. Desde el
puesto más alto de la ciudad palatina al-Ḥamrāʼ,
en la colina de la Sabika, había observado cómo los mil
colores del atardecer se apagaban dejando paso a la oscuridad. La
luna creciente flotaba en el cielo, luna islámica sin estrellas,
como una fina sonrisa que se despide. Mil pensamientos rondaban por
su cabeza y cada uno de ellos era un soplo de aire helado.
Boabdil
pensaba en Isabel de Solís y
su mirada perdida
en cada puesta de sol desde
la Torre de la Cautiva. Su
padre, el
emir Abū l-Ḥasan (llamado
Muley
Hacén por
los cronistas castellanos),
se había enamorado de la dama cristiana y,
al parecer, el amor fue
correspondido. La amante de su
padre
se convirtió al islam y cambió
su nombre. Así murió Isabel que, renacida
como Turayyā,
se casó con el
emir
y se convirtió en su madrastra. Abū l-Ḥasan desterró a su
primera
esposa de la corte y le dio a la nueva madre de sus hijos su
calahorra más bella, la
condición de reina
y su
corazón.
Boabdil
pensaba en su madre, 'A'isa
al-Hurra, olvidada
durante años en aquel
palacio
del Albaycín
cercano a la muralla. Imaginó a la primera esposa del emir mirando hacia la
Alhambra cada día,
mientras
el
odio tiznaba sus
entrañas de carbón. Fue
ella quien ayudó a
Boabdil a derrotar a su
padre y a su tío con el apoyo de los Abencerrajes.
Cuando se sentó en el
trono, la venganza de su madre era tan dulce
que él mismo la saboreó en su paladar. Ahora
sabía que todas esas
tensiones internas les habían debilitado como dinastía mientras el
enemigo, unido, crecía en fortaleza. Una
mujer movía las piezas
de ajedrez, pero
esta vez traía consigo una corona de pleno derecho sobre su cabeza,
un ejército a sus espaldas y la luz del
Dios cristiano en su mirada. De nuevo, la mujer se llamaba Isabel.
Boabdil
pensaba en la
sangre de una guerra que había aprendido a temer desde que nació. Los
ojos inertes de los soldados aparecieron ante él, tan nítidos como
un espejo. Recordó a Alī Al ‘Attār, al que
los infieles llamaban Aliatar,
su suegro y amigo, que había perdido la espada y la vida al mismo
tiempo en el ataque a Lucena.
La vergüenza
de haber sido hecho prisionero en esa batalla no se comparaba al
dolor de perder a su legendario caudillo. Rememoró el incendio de la
alcaicería de Granada y
la ira hacia el infiel que se había atrevido a prender la llama y a
colgar de la mezquita el
Ave María. Se estremeció al evocar el llanto de las viudas y los
aullidos de hambre de los infantes. Si escuchaba con atención, sus ecos resonaban en el silencio.
Boabdil
entonces
pensó en
la belleza de la
tierra que le vio nacer.
Dejó vagar sus pensamientos entre los vapores del hammam,
el olor de las especias y las hojas de té recién hervido. Soñando despierto, paseó entre los laberintos de agua, las flores de azahar, los
claroscuros del
ataurique
y bajo las bóvedas de mocárabes. Se dejó mecer por
la nana de las fuentes, el
son de las casidas
y el
punteo del laúd.
Los poemas tallados en mármol de Ibn Zamrak se quedarían mudos
para siempre, pues los nuevos habitantes no conocerían la caligrafía
de Al-lāh.
Los candelabros, algunos de cristal fino y otros recios, posados
sobre patas de elefante, se apagarían. Se descolgarían los tapices,
las sedas, las guirnaldas, los lazos y las flores. Ya no humearía el
incienso ni el
narguile. La
voz del almuwáḏḏan
no llamaría a la oración.
Boabdil
dejó de pensar. Sabía que el
nuevo año ya había empezado para los infieles hacía una semana: el
día del nacimiento del Dios cristiano, según su calendario
extranjero. Las condiciones
de la rendición estaban firmadas. El
mundo le susurró
que era el momento de
retirarse y dejar que la cruz escondiera
la luna creciente. Las llaves
pesaban demasiado porque ya no eran suyas. Supo que era
la última noche.
Sintió
que su corazón se
cubría de escarcha.
Boabdil no conocía la sensación de pasar por el puerto
del Suspiro del Moro (que todavía no se llamaba así) y
ver por última vez Granada, a lo lejos, arropada por la belleza de
Sierra Nevada, para no volver
jamás. Aún no. Pero en ese
momento sintió la gota de
dolor
del primer adiós. Supo que empezaba una nueva era. Saboreó la
soledad de no estar en ella.
Lloró
lágrimas negras.
Y
ese momento tan secreto, tan íntimo, tan personal, ni siquiera los
gatos lo vieron.
Jamás
fue una estrofa de la canción.